31/01/2011

Disciplina

Vuelvo aquí tras larga ausencia; lo primero es una especie de descargo por el título de esta entrada: disciplina. Yo soy de los que aún tuvieron que hacer la "mili" y por tanto siempre me queda un mal poso cuando pronuncio esa palabra. No quiero, pues, hablar de ella aquí en ese sentido de "esto se hace así porque a mí me sale de allá", sino pensando en los necesarios límites que siempre hay que poner a los hijos si no queremos que se críen en estado semisalvaje, simplemente siguiendo los instintos e impulsos que nacen en nuestro ancestral cerebro reptiliano.

Siempre es difícil; los niños muchas veces nos atacan los nervios y descargamos esa tensión por medio de prácticas que no son nada aconsejables: gritos, broncas, e incluso cachetes. ¡Qué difícil es definir los límites sin recurrir al grito! ¡Qué difícil se hace comprender que ese grito sólo nos sirve a los padres para relajar nuestra tensión!

Sin embargo, siempre llega el momento en que es necesario el castigo: privarles de algo que les gusta, no dejarles hacer algo que querían hacer e incluso el mandarles a un rincón solitario a pensar y meditar sobre lo que han hecho. Fácil, difícil... no sé. Con cualquier niño el éxito de estas formas de inculcar disciplina es incierto. En el caso de nuestro hijo, un calvario.

Porque cualquier forma de regañina se la toma siempre como una especie de agresión. El innecesario grito, que en muchos niños inspira temor (en lugar de respeto) él lo amplifica: al berrido responde berreando más, hasta quedarse ronco. Pero no sólo eso: cuando entramos en la espiral no vale ni controlar los nervios, el morderse la lengua, el tragarse el grito: la rabieta está servida.

A veces ni es necesaria una ocasión en la que él haya hecho algo mal. Hay situaciones que no consiente, como por ejemplo que se ponga una determinada emisora de radio en casa (él sólo consiente que se escuche en el coche que utiliza habitualmente mi mujer: si lo pongo yo en el otro, también monta en cólera).

Hay una cosa, además, que no consiente bajo ningún concepto: el que se le mande callar. Y ya no me refiero a hacerlo de malas maneras, con enfado, etc. El simple gesto de llevarse el dedo a los labios, aunque sea con el acompañamiento de una sonrisa, se toma como la peor de las agresiones y el resultado es el grito y la rabieta, muchas veces con una víctima propiciatoria: su hermana, que sin comerlo ni beberlo siempre se ve en medio de la cuestión -y gracias si no le cae, encima, un pescozón.

La rabieta pasa y llega el llanto desconsolado, en el que muchas veces suelta, una detrás de otra, frases que ha visto que en películas o dibujos animados dicen personajes que están en una situación parecida: llorando a moco tendido. Y cuando se restablece la paz, llega la logorrea.

Muchas veces hemos descrito estas situaciones a sus psicólogas, a quienes les cuesta creer que pueda tener esos accesos de ira. Incluso en ocasiones los hemos intentado reproducir en el gabinete, forzando algunas situaciones que le harían reaccionar mal, pero no lo hemos logrado... Como tampoco hemos conseguido encontrar un método de regañarle sin que reaccione como he descrito más arriba.

Qué difícil es educar a los hijos... Aunque no tengan un cerebro Asperger.

(Escribí esto tras tener una conversación la semana pasada con la madre de un niño con hiperactividad. Me llamó la atención que al describir ella las reacciones de su hijo ante las reprensiones y los castigos éstas fuesen tan semejantes a las del nuestro.)